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Desde hace un par de años un personaje público que aparece cada día en la televisión, la radio y la prensa, popularizó una pregunta muy común en nuestras vidas: ¿por qué? La hizo famosa por la insistencia, estridencia delirante y neurótica cacofonía con que la repetía. Pero, si vamos un poco más allá de su circunstancia, vemos cómo su fama bebe de nuestra resonancia: cuántas veces nos preguntamos ¿por qué?
Te propongo que nos tomemos un minuto y vayamos al porqué del ¿por qué?…
Vivimos constantemente dando respuesta a tantas cosas. Desde la infancia crecemos con exámenes permanentes, preocupados por el resultado, la nota, el que dirán. ¿Dónde quedan el aprendizaje, el valor añadido y tu sentir? Somos en tanto que hacemos y respondemos correctamente. Corremos atropellados para satisfacer estímulos, demandas, expectativas… y si puede ser para ayer mejor que para hoy.
Vamos con el disparador automático como si fuéramos una máquina implacable y perfecta que procesa, controla y define. Todo responde a un plan mental bien trazado, donde las piezas deben y tienen que encajar como sea para no abrumarnos en el abismo de lo desconocido. No hay tiempo ni espacio para el silencio, para la pregunta. Rechazamos el proceso de descubrimiento, ese tránsito donde está el aprendizaje, confundiéndolo por un no saber vacuo y angustiante.
Por eso, en el momento en que acontece algo que se nos escapa de nuestro guión programado nos perdemos en un bloqueo monumental. Hemos justificado todas nuestros (re)acciones creyendo en una tierra que nos han prometido y cuando desaparece nos inunda la frustración.
El sentimiento de vacío es insoportable, piensas: “¿por qué me pasa esto?, ¿por qué me duele?, ¿por qué lo ha hecho?, ¿por qué a mí?”. Buscamos explicaciones y culpables. Nos peleamos en un permanente “¿por qué?” que nos victimiza, pensando que en la respuesta se halla la solución. ¿Cuántas veces la has encontrado?, ¿te ha servido de algo en ese momento? Máximo para dar razones a la mente, pero nunca a tus emociones.
La lista es infinita y, mientras tanto, te pasa la vida delante de las narices: te recreas en el pasado, desperdiciando un tiempo y energía preciosos para atender lo que necesitas, para mitigar o cuidar tu dolor y vivir un poco mejor tu presente. ¿Qué quieres hacer con esto que te pasa? En el “porqué” no hay aprendizaje, sólo un círculo vicioso que se cierra, que te interpela y te desgasta exigiéndote.
Por tanto, estas mismas líneas en el fondo de poco nos sirven ahora mismo, porque comprender el porqué del “¿por qué?” sin acción no te permite nada nuevo. El estatismo nos condena y sí: puedo hasta perdonarle y comprender porqué me ha dejado, pero ¿quiero encontrar pareja? ¿Quiero vivir más cosas?
Hay otra pregunta sin embargo a tu disposición, que pone dirección a tu recorrido y te encamina hacia el movimiento, te abraza como alguien poderoso, capaz de responsabilizarse y de avanzar, que tiene en cuenta tus motivaciones y los destinos soñados: ¿“para qué”?
El “para qué” tiene que ver con la vida, con lo que respira tu tripa, los latidos de tu corazón. Es un hilo que enhebra misteriosamente todo tu tejido orgánico, encauzándolo en una unidad que se despierta para alcanzar cualquier meta.
¿Para qué te levantas cada día?
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