Érase una vez una princesa a la que nada satisfacía. Su corte le proporcionaba todo lo que se le antojaba, incluso humanos para hacer con ellos todo tipo de experimentos: artísticos, antropológicos, sociológicos, psicológicos. Pero la insatisfacción no hacía más que crecer.
Una noche se despertó pensando que lo que necesitaba era un dragón. Un dragón indomesticable, mágico, con tanta fuerza que surgiera fuego de su interior. Y se lo pidió a su corte. “Quiero un dragón, pero lo quiero vivo”. Mujeres y hombres se pusieron a trabajar mente con mente para encontrar la manera de superar aquel nuevo reto. La princesa quería un dragón y lo quería vivo.
La literatura científica no recogía un solo caso de la existencia de dragones. Los dragones quedaban confinados a la sección de literatura fantástica, leyendas y a una pequeña isla indonesia, Komodo, pero allí ni siquiera eran capaces de expulsar fuego por la boca. Le trasladaron los informes a la princesa. “Está bien, iremos a buscar uno de esos, entonces”.
Estuvo entrenando durante horas, días, semanas. Cada minuto antes de que llegara el momento de ir a buscar el mítico ejemplar. Estudiando cómo reaccionar en caso de ataque. Cómo inmovilizarlo con sólo un rústico palo de madera acabado en forma de V. La princesa llevaba toda su vida buscando algo, como quien sabe que lo ha perdido, pero sin alcanzar a recordar de qué se trataba. Después de años de darle vueltas, en los últimos tiempos había optado por confiar en su instinto y seguir cada intuición aun sin tener la certeza de qué la movía.
Había alguien que entendía muy bien esa sensación de la que hablaba la princesa. Él mismo la había experimentado. Él mismo seguía levantándose cada día palpando con una mano la superficie de su cama como quien busca algo hasta tomar conciencia del día que empieza y recordar que no había nada, de momento al menos. Era Jordi, un buen amigo, un caballero que la había acompañado casi desde el principio de sus tiempos.
Irían juntos a Komodo. Se podía llegar hasta allí desde la isla de Flores. Volarían hasta Jakarta y de allí a Labuan Bajo, la capital de la isla. Así lo hicieron y, a pesar de las horas de vuelo, cuando tomaron tierra la excitación de la princesa y el caballero superaba el cansancio.
Carol, así se llamaba la princesa, y Jordi, su mano derecha (o izquierda, porque la princesa era zurda) aterrizaron y fueron caminando hasta el centro de Labuan Bajo. El olor a isla se entremezclaba con imágenes caóticas, de ciudad de destartalada y aún así bañada por el mar y el sol atardeciendo sobre él como jamás lo habían visto hacerlo.
En cualquier pequeño local podrían alquilar un barco que les llevara a la isla, pero necesitaban uno con capacidad para transportar al dragón cuando quisieran llevarlo de vuelta a su reino. El equipo de la corte se había encargado ya de todas las gestiones de permisos para el traslado pero la parte final querían ejecutarla ellos, personalmente, en un cuerpo a cuerpo con el animal.
Tras una noche en la isla tomaron el barco que les esperaba en el puerto, de madera pintada de un azul naif. Desde la cubierta observaron cada matiz de ese color en el mar. Al ponerse el sol, de nuevo irreverente y sin tapujos, derramándose en mil rojos sobre el agua, una bandada de murciélagos del tamaño de gaviotas sobrevolaron la embarcación en busca de su cena. De nuevo, la excitación pudo más que el cansancio. Sin mediar palabra, Jordi y Carol se miraron y se dijeron algo que no podían nombrar.
Amarrarían pronto, dormirían sobre unos colchones en la cubierta del barco. Sólo una mosquitera los separaba del cielo moteado de estrellas.
-¿Carol?
-Te escucho
-¿Estás segura?
-A ratos
-¿Y si lo dejamos?
-¿Al dragón?
-Aún estamos a tiempo, si quieres lo vemos y regresamos
-No, quiero hacerlo. Pero sé que saldrá bien.
-Mañana supongo que lo veré más claro.
Claro amaneció el día. Carol había preparado tanto ese momento que conocía cada rincón del parque como si hubiera estado allí mucho tiempo antes. La isla era seca, árida como la piel de los dragones. Los había por todas partes. Una mordedura suya podría significar el final. Así se alimentan, envenenando a presas que mueren lentamente. Pero no intentaron atacarles ni una sola vez durante su recorrido. Contener veneno no implica derramarlo siempre.
Después de atravesar el parque, ya casi a su salida, Carol eligió al dragón, el que debería viajar con ellos. Era pequeño, pero imponente. Jordi empezó a acercarse, intentó atraparlo pero se le escapó en un movimiento brusco y peligroso. Siguió Carol, desde su posición una mano izquierda fue clave para el éxito. Lo consiguieron. El animal, inmovilizado por el cuello entre los vértices de la V del palo que sostenía la princesa ya no podía atacarlos.
-¿Y ahora qué? – preguntó Jordi
– Ahora ya -respondió Carol sin dejar de mirar a los ojos del dragón-
– Grrrrrrrrrruaaaaaaaaaaaa- de la boca de la princesa emergió de pronto un rugido y un atardecer de fuego, que refulgió en los ojos del dragón.
– No es cierto que los dragones no escupan fuego, sólo eso explica los atardeceres en Labuan Bajo. Pero también nosotros -gritó Carol emocionada-. La llama prende cuando miras por fin a los ojos de aquello que estabas buscando.
El dragón se quedó en Komodo. No hubo traslado necesario, ni derramamiento de sangre, sólo gratitud y rojos emergiendo y poniéndose una y otra vez.
PD innecesaria: Desde entonces, cada 23 de Abril se celebra el día del libro como hogar de aventuras que nos descubren y la rosa como celebración del atardecer en Labuan Bajo.
?Natalia Vázquez D.
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Relat de Natalia Vázquez, participant de l’edició de Sant Jordi i Santa Jordina – abril 2019.
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Amb aquesta ja són 6 les edicions del concurs #somriulavida de Sant Jordi. Cada una d’elles ha tingut una temàtica diferent: fotografies, haikus, imatges despertadores, relats amb valors… Et convidem a fer un cop d’ull a les edicions passades: 1r concurs, 2n concurs, 3er concurs, 4t concurs, 5è concurs.
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