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Estoy harto, lo confieso. Harto de sentir como tenemos que pedir permiso para realizarnos personal o profesionalmente. De justificarnos con una lista interminable de razones que nos legitimen perseguir nuestros sueños, o simplemente hacer y crecer aquello que nos nace.
Harto de vivir cómo tantas personas hemos escondido y escondemos nuestro talento, negamos nuestro potencial, postergamos nuestros fuegos, banalizamos nuestros logros e hipotecamos nuestra felicidad resignándonos en esas versiones mediocres de serie B que se ajustan al status quo preceptivo. Nuestros guiones y versiones originales han sido mal traducidas y dobladas por una impostura que nos condena.
Una sombra muy alargada, como la de un fantasma con voz propia, exigente e implacable, te persigue donde quiera que vayas recriminándote, angustiándote, contradiciéndote, tambaleándote, acusándote de fraude, pidiéndote a todas horas explicaciones y perfecciones multiplicadas que repican y complican tu emprender.
Somos muchas las personas que hemos convivido en algún momento con esta voz, con esta sombra, ¿verdad? Y muchas las que teníamos pánico de vernos en el espejo, de hacernos visibles, salir a la luz, aparecer con nuestra ilusión. Y, en cambio, cuando hemos seguido o seguimos los dictámenes trazados de lo que en principio se espera de nosotres no hay conflicto interno ni discusión, aunque nos confine en el malestar del sinvivir.
En 1978 las psicólogas Pauline Clance y Suzanne Imes publicaron un estudio
sobre lo que denominaron “fenómeno o síndrome de la impostora”.
Y si encima, le añades la carga de una historia de exclusión y ninguneo por género, por raza, por clase, ¡imagínate! Una historia como, por ejemplo, la de tantas mujeres que han sido silenciadas a lo largo de tantos años y tardaremos otros tantos en descubrir o, en el peor de los casos, nunca sabremos que existieron.
Fue en 1978, cuando dos psicólogas, Pauline Clance y Suzanne Imes, le pusieron nombre, después de publicar un estudio sobre lo que denominaron “fenómeno o síndrome de la impostora”. Lo resumieron de la siguiente forma: “A pesar de contar con logros académicos y profesionales extraordinarios, las mujeres que sufren el síndrome de la impostora están convencidas de que en realidad no son inteligentes y de que han engañado a quienes creen que sí lo son. Su éxito ha sido cuestión de suerte y salvo que realicen un trabajo hercúleo no podrán mantener el engaño”.
Por eso, las personas que padecemos o hemos padecido este síndrome, no queremos ser descubiertas, para que no destapen que estamos vendiendo humo. No queremos hacer visible nuestro talento porque desconfiamos de nuestras propias capacidades. Nunca alcanzaremos a cumplir con los requisitos necesarios y perfectos. Nunca es suficiente, debemos estar más y mejor preparadxs para optar a tener un justo reconocimiento por nuestro desempeño.
De ahí detectamos algunos síntomas peligrosos asociados, como por ejemplo:
- Hiper-formación: destinas tu maltrecha economía a seguirte formando, porque nunca estás suficientemente preparad@.
- Sobreesfuerzo: trabajas más y más para alejar el fantasma del fracaso. El desgaste de romper con la losa de tu auto-profetizado fracaso hace que arrastres lastre en lugar de navegar con fluidez.
- Hiper-responsabilidad: la ilegitimidad que sientes cuando te encargan algo de responsabilidad nace de la comparación con una perfección que no existe.
- Voluntarismo en contraposición al profesionalismo: valoras tu labor en cantidades muy simbólicas o directamente favores, porque consideras que estás aprendiendo o bien sientes que tus aportaciones no son suficientemente valiosas.
- Comparación: hay muchas otras personas más y mejor preparadas y con más talento.
- Menosprecio: cualquier cosa es más valiosa y más importante. Ninguneas, minimizas y subestimas tus éxitos. Incluso tienes la sensación de tocar muchos palos, pero ninguno bien.
- Procrastinación: posponer, hasta incluso renunciar, lo que quieres desarrollar por no darle suficiente prioridad.
- Invisibilidad: vivir ocultándote en el anonimato, en el segundo plano, por miedo a exponerte, limita no sólo tu desempeño sino también tu red de contactos y oportunidades.
Sufrir el síndrome del/de la impostor/a implica no aparecer,
negar las propias posibilidades y menospreciarlas,
y desde ahí aumenta la inseguridad y reduce la autoestima.
En conclusión, una autocondena que nos limita a vivir en márgenes de supervivencia y multitrabajo, donde nadie nos conoce ni nos reconoce y, por tanto, difícilmente podemos vivir de ello y con ello, porque no legitimamos nuestra voz ni lugar. No aparecemos, nos negamos posibilidades y nos menospreciamos, y desde ahí aumenta nuestra inseguridad, posicionándonos como outsiders de los distintos mercados de la vida (profesional, relacional, familiar).
Pero hoy no te escribo sólo para comprender de dónde viene este ruido interno, este autosabotaje que te ha bloqueado o que quizás todavía te contrae. Tampoco te escribo para que nos justifiquemos ni para que nos demos una palmadita en la espalda. Hoy te escribo para que aprovechemos esta rabia, para que salga este fuego que sientes a dentro, para que digamos basta ya a la impostura de la costura, para que cambiemos de postura y salgamos con todo a la luz. Para ser protagonistas de nuestra historia. La vida está aquí afuera y nos está esperando.
10 propuestas para despegarnos del síndrome y tomar vuelo:
- Tomando distancia: vacía el ruido, plasmando por escrito tus sentimientos y pensamientos de impostor/a.
- Celebrando: ha llegado el momento de, también, abrazar el camino logrado y no sólo mirar lo que no alcanzas o te falta. Reconocer los hitos y metas, los obstáculos y miedos superados te dará fuerza, seguridad y atrevimiento para seguir e ir más allá.
- Valorando: al reconocer tu potencial, tus competencias y capacidades, te sientes más capaz y legitimas tu lugar.
- Contrastando tu exigente auto-evaluación que menosprecia tus logros con la opinión que realmente tienen lxs demás. Verás que hay un buen trecho.
- Aceptando: acoge y agradece las felicitaciones y los elogios. No es peloteo, compasión, ni falsas convenciones sociales. Aprécialos y confía en que algo habrás hecho para merecerlos.
- No encogiéndote: date el permiso de competir y no dimitir de antemano.
- Comunicando tu valor a otras personas para que sepan de ti.
- Accionando: no postergues. Primero acciona y después evalúa para seguir mejorando. Sólo así podremos romper el círculo paralizante del perfeccionismo que te inmoviliza.
- Compartiendo: expresando tus temores e inquietudes, éstos no sólo se disuelven, sino que pueden darte la oportunidad de tejer alianzas.
- Cambiando de postura: cambia tu ser exigente por ser aprendiz. La humildad sana te permitirá fracasar para tener éxito y darte el permiso de no tener todas las respuestas o de no acertar sin por ello ser impostor/a. El fracaso será la semilla sólo si cambias tu postura. Sólo si no juegas por miedo a defraudar seguirás fracasando.
Nos merecemos el regalo de vivir la vida con plenitud. También con nuestras dudas y miedos. Salir de las medias tintas de las restricciones para escribir nuestra historia, auténtica y original, sin saber dónde nos llevará, pero sabiendo que nos habremos regalado la oportunidad de ofrecernos lo mejor, de haberlo probado, de haberlo vivido.
Porque así conectando con nuestras “razones de vivir” (con nuestro Ikigai) no sólo crecemos individualmente (en realización, desarrollo, felicidad, bienestar), ofreciendo nuestra mejor versión, sino que también crece nuestro entorno. Ganamos como sociedad cuando acumulamos talento, diferenciación y atrevimiento.
Nuevos caminos se abren cuando rompemos la impostura que arrastramos y nos permitimos desvelar la singularidad de lo que somos, aquello que nos late adentro, nuestra huella, nuestra luz. Para ello te invito a que nos pongamos de pie, a abrir la puerta, salir, caminar. ¡Vamos!
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Un artículo de Jordi Muñoz,
coach, recreador personal y musicoterapeuta,
fundador y co-director de El despertador
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Categories: Articles, Blog, castellano, Lideratge
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